martes, 25 de marzo de 2008

AYÚDEME, DOCTOR (Relato breve)

Hola. Tengo un amigo que está enfermo. Mi amigo antes era normal y sabía muy bien lo que tenía que hacer. Solía llevar una bolsa negra llena de canicas en el bolsillo. Le gustaba caminar haciéndolas sonar y cuando se sentaba en algún sitio, sacaba la bolsita de canicas y las contaba una y otra vez. Independientemente de que las contase un lunes, un martes o un miércoles; independientemente de que las contase de día o de noche, siempre había el mismo número de canicas. Todas eran esféricas pero algunas variaban en tamaño o en color. Eso es lo que más le divertía a mi amigo: La variedad dentro de la propia condición de canica. Cuando se iba a dormir, dejaba la bolsa de canicas en el salón. Dormía a gusto y relajado porque sabía perfectamente que, al día siguiente, la bolsita de canicas iba a estar en el mismo lugar donde la había dejado con todas las canicas dentro sin faltar ni una. Era capaz de predecir eso porque, durante toda su vida, había observado el comportamiento de las canicas y nada le hacía sospechar lo contrario. El vecino de mi amigo coleccionaba sellos y al parecer tampoco tenía noticia de que ningún sello se hubiese fugado alguna vez de su casa. Por lo tanto, el vecino de mi amigo dormía también a pierna suelta. Daba gusto encontrarse con ellos por la calle, haciendo, mi amigo, sonar sus canicas y viendo pasear al vecino con el libro de sellos bajo el brazo.
Eso era antes. Ahora ya no. Ahora mi amigo ya no reconoce a sus padres. El otro día vinieron a visitarle y él les trató como si fueran vendedores de enciclopedias. Su madre llamó llorando por la noche pidiendo explicaciones. Mi amigo tampoco reconoció su voz a través del aparato. Colgó el teléfono, se rascó el brazo y se quedó fijamente mirando las uñas con las que se había rascado. Le pareció ver unos cristales microscópicos que reflejaban su propio rostro. Uno de esos cristales absorbió a otro que tenía al lado y que parecía de menor tamaño. El rostro de ese cristal sonrió plácidamente. Mi amigo no salía de su asombro.
A mi amigo también le gusta mucho ir al fútbol. Siempre compra la entrada con antelación. El problema es que no son numeradas. Nunca sabe dónde va a sentarse la tarde del partido. Para llegar al estadio hay que recorrer una gran avenida que está en pendiente descendente. Desde el inicio de esa gran avenida se divisa el estadio con ríos de gente que se apelotona hasta llegar a él. Mi amigo resopla sonoramente y se mezcla con la masa ondulante. Bajan todos al unísono como si de una procesión se tratase. Al llegar a las taquillas es cuando mi amigo se muestra más desconcertado. Tiene que entregar su ticket y pasar a través de esa estrecha ranura que llaman “tornos”. Pasan de uno en uno. Una vez dentro del estadio, la gente se coloca aleatoriamente ocupando primero los mejores lugares cerca del césped y a la sombra. Desde el segundo anfiteatro se puede ver cómo la gente se va colocando y cómo ondula de nuevo hasta que el árbitro pita el final del partido. Que mi amigo tenga una buena posición en la fila, no le garantiza que vaya a obtener un buen asiento dentro del campo. Esto le desconcierta tanto que el domingo pasado decidió no ir nunca más al fútbol. No comprende porqué su posición en la fila no se corresponde con su posición en la grada.
El otro día mi amigo bajó a comprar el pan. Ahora va a una panadería que tiene horno propio. Allí el pan está más rico pero suele tener problemas con el servicio. Pidió una barra de pan que estuviese bien cocida.

- Bueno, eso va a ser difícil de saber. – respondió la panadera.
- ¿Cómo es posible que usted haga el pan y nunca sepa cuáles de sus barras están más hechas? – replicó mi amigo.
- No me entiende. Quizás tenga usted su barra de pan bien cocida o quizás no. Eso dependerá de si abrimos el horno. – dijo ella mirando a mi amigo con una gran sonrisa.
- Bueno, pues ábralo.
- El problema de abrir el horno es que no sabemos si estará la barra de pan que usted quiere. Si lo abro, debe quedarse con la barra de pan que le toque. Pero si no lo abro, puede quedarse con las dos barras de pan: la que está muy cocida y la que no lo está tanto.

Él ya no aguanta esta presión y regresa a casa la mayor parte de los días sin pan bajo el brazo.
Mi amigo tiene encendida la tele las 24 horas del día. Dice que no la puede apagar. Que cuando lo ha intentado, ha recibido quejas de los vecinos diciendo que sus aparatos eléctricos también han dejado de funcionar. Él no puede imaginarse que tendrá que ver su tele con el resto de los electrodomésticos del edificio. La verdad es que cuando ha la apagado y se ha asomado al balcón, ha visto que todas las farolas y semáforos han dejado de funcionar y que algunos coches se han estrellado debido ello. Después de encender de nuevo la tele, ha tenido que aguantar el rapapolvo de los presentadores del telediario que se han dirigido a él para exigirle que no vuelva a apagar el dichoso aparato. Mi amigo no entiende nada. Se ha dado cuenta de que cuando apaga el televisor, medio mundo deja de funcionar. Lo único que puede hacer es bajar el volumen cuando no quiere ver tele o cerrar la puerta del salón. Nada más.
Después de cenar, mi amigo siempre se echa en la cama boca arriba mirando al techo hasta que le entra el sueño. Pero últimamente es incapaz de dormir. Mantiene la mirada fija en un punto del techo. Está pintado de blanco y con gotelet. De pronto, su vista se acelera atravesando el espacio y es capaz de enfocar cosas muy pequeñas. Pone un pie imaginario en una de esas cosas pequeñas, se agacha para verla mejor y vuelve a enfocar la mirada hacia el infinito microscópico y a divisar nuevas cosas aún más pequeñas. Así pasa las noches: sin dormir; atravesando espacios infinitos que se repiten y que no tienen sentido alguno. Mi amigo también ha intentado cerrar los ojos para no seguir viendo el techo de gotelet y sus imágenes. Pero en cuanto los cierra, su vista se acelera hacia el infinito y parece viajar entre las estrellas, repitiendo los mismos pasos escalares pero con dimensiones macroscópicas. Viaja de planeta en planeta, de galaxia en galaxia y llega a lugares donde ningún humano ha llegado. Si se da la vuelta en la cama y se pone bocabajo, tampoco sirve de nada. El viaje comienza de nuevo pero esta vez a través del olfato. Empieza a desmenuzar los olores que tienen las sábanas y cada vez es más sutil en su descomposición, alcanzando con la nariz un resumen histórico de todas las personas que han usado alguna vez esas sábanas o incluso el olor de las manos de quienes las fabricaron o de quienes recolectaron el algodón antes de que hiciesen la tela. Él cree que todo esto es culpa de un pan de almendras que ha comido y que piensa que está envenenado. No lo sé. Yo he estado en su casa y nunca he visto ese famoso pan de almendras. Quizás se refiera a otra cosa.
Mi amigo también me cuenta que ya no usa gasolina para su coche. Dice que ahora hay una gran oruga de color verde oscuro que se ha instalado debajo del capó. Cuando sube al coche, la oruga parece leer los pensamientos de mi amigo y siempre le lleva al lugar deseado. Él simplemente se dedica a sentarse en el asiento del copiloto. Nada más. Parece que la oruga tiene algún tipo de instinto natural que le hace comportarse de esa manera. También me cuenta que esto de la oruga es mucho más ecológico que lo de la gasolina. De lo único que se alimenta es de lo que se encuentra tirado por la calle. Yo no sé qué pensar.
Otro de los cambios que ha detectado tiene que ver con los picores. Lo normal es que cuando te pica un brazo, te lo arrascas. ¿Verdad? Y si no te pica ese brazo, no hay motivos para rascárselo. Pues bien, el otro día estaba mi amigo sentado en un vagón del metro y ocurrió una cosa bastante curiosa. A un hombre empezó a picarle visiblemente la nariz. Ni corto ni perezoso, mi amigo se rascó la suya. Desde aquel instante, cada vez que a alguien le pica una parte de su cuerpo, mi amigo lo detecta y se rasca con placentera dedicación. Y lo gracioso es que el otro se alivia. La curiosidad de mi amigo le ha llevado a hacer un experimento. Se ha colocado frente al espejo de su cuarto de baño y ha esperado pacientemente hasta que algún picor le ha venido. En cuanto ese hormigueo se hacía notar, se miraba fijamente al espejo y aguardaba a que su imagen reflejada se rascase la parte del cuerpo que a él le picaba. Dicho y hecho. Si le picaba una oreja, su reflejo se rascaba y él quedaba del todo aliviado. Ahora mi amigo se rasca porque no le pica.
Más o menos esto es todo lo que quería contarle. Le pido su ayuda. Ayúdeme, doctor porque ya no sé lo que hacer con mi amigo. Y la verdad es que él tampoco sabe lo que hacer consigo mismo. Ya no sabe si seguir contando sus canicas. Ahora las canicas se mueven, cambian de forma y desaparecen. Algunas salen de paseo y regresan después de algún tiempo. Otras se funden entre sí formando una gran canica. Ahora se siente observado por sus propias canicas hasta tal punto que ya no sabe quién observa a quién. Es más, ya no está seguro de que él sea él y no una canica. El otro día las canicas no le dejaron salir de casa argumentando que la canica era él y que ellas eran mi amigo. Se le pusieron los pelos de punta. Mi amigo ahora se pregunta qué pasaría si incrustase una de sus canicas en el techo de la habitación. Quizás encontraría dentro de ella tanto a los objetos pequeños como a las grandes galaxias e incluso a los olores. Ha pensado en entregar sus canicas a la oruga verde para ver adónde las lleva. Quizás así pueda saber algo más de su procedencia.
Después de lo que le pasó en el estadio, ya no sabe cómo comportarse en público si nadie se lo dice. Si se encuentra con un policía que le pide que se comporte como individuo, lo hace. Y si luego se encuentra con otro que le pida que se comporte como masa, también lo hace. El problema viene cuando no se tropieza con ningún policía. Se bloquea por completo y se arruga en el suelo incapaz de dar un paso. Ya no sabe caminar solo por la calle. Necesita encontrarse con policías que le indiquen cómo se debe comportar.
Cuando voy a pasear con él al parque se queda absorto mirando la vegetación. Después de un rato se gira y con lágrimas en los ojos me confiesa que ya no sabe si mirar al árbol o a las hojas. Me dice también que cuando le pica un brazo ya no está seguro de que le esté picando a él o de que ni siquiera ese sea su brazo. Tras esto, mi amigo se sentó en un banco y pronunció las siguientes palabras:

- Ya no tiene sentido abrir el horno para sacar el pan. Prefiero imaginarme un pan tostado y jugoso dentro de mi boca antes que abrir el horno y que la panadera me entregue un pan blanco sin cocer y me lo tenga que llevar a casa. Prefiero cargar con dos barras de pan virtuales que con la posibilidad de que salga el pan que yo no quiero. También me pregunto si las canicas serían capaces de sacar el pan correcto sin abrir el horno. Ojalá viniese la policía conmigo a la panadería y le dijesen a la panadera cómo se tiene que comportar. Mi sobrino pequeño me ha explicado que dos más dos no son cuatro; que todo depende del día que hayan tenido esos tres números. Mi padre una vez me explicó que dos galgos juntos cazan muchos más conejos de los que cazarían por separado. Pero ahora no soy capaz de recordar quién es mi padre. Quizás sea algún personaje que haya visto por televisión. La tengo 24 horas al día encendida. Sinceramente, ya no entiendo nada.

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