jueves, 13 de marzo de 2008

Galos venidos de lejanas tierras para abrumarnos con vuestro odio

Ayer leía en el blog de una amiga (http://cronicasbarbituricas.blogspot.com/) cómo durante la campaña electoral de las pasadas elecciones del 9 de marzo, Mariano Rajoy intentaba achuchar a los electores con el miedo de que viene el inmigrante-invasor y de que el inmigrante te lo va a quitar todo (el pan, los hospitales, el trabajo, la cartera, el pupitre en el colegio...). Esto me dio qué pensar. Madrid, que siempre se ha caracterizado por ser una ciudad de provincias de tamaño europeamente mediano, ha cambiado mucho en los últimos 10 años y muchísimo (como todo el país) en los últimos 25 años. Ahora Madrid es una verdadera metrópoli. Y las verdaderas metrópolis se caracterizan por la multiculturalidad (deseada o no) que atraen los centros financieros, culturales y humanos en este mundo tan permeable y comunicado que hemos creado.
Obviamente, hay diversas maneras de afrontar este panorama. Cuando yo era pequeñito, encontrar a un negro andando por la calle era más difícil que encontrarse un billete de 500 pesetas. Paseando por la capital, si aparecía alguien proveniente del África negra (siempre era alguien relacionado con la embajada de su país), los niños corrían despavoridos para contar a sus padres que habían visto a "un negro" paseando por la calle. Tal era nuestro nivel de provincianismo. Hoy día, encontrar a gente de otras razas o culturas caminando por Madrid, casi es inevitable.
Podríamos decir que, estas gentes (Galos venidos de lejanas tierras para abrumarnos con su odio, como dijo Cleopatra al encontrarse de frente con Asterix y Obelix en su palacio) han venido sólo a empujarse entre ellos por un asiento en el metro y a parir niños. Podríamos decir que sus ojos llenos de avaricia sólo ven lo que los demás tienen y sólo desean ser nuevos ricos para imitarnos en nuestras miserias y estupideces "capitalistas-occidentales". Podríamos decir que los españoles somos para ellos "carteras con patas"; oportunidades para que ellos puedan sacar alguna pecunia de provecho a nuestra costa. Podríamos decir que si tuviesen voto, votarían siempre a las opciones conservadoras porque nunca han tenido tanto como tienen ahora y desean conservarlo (esto ya sucede en los EEUU). Y esto choca con las políticas de izquierdas que luchan por lograrles el derecho a voto para luego perderlo ante la demagogia y populismo de los que prometen asegurar la conservación de aquello que ya tienen.
Pero también podríamos decir que estos inmigrantes no existen. Que su variedad, su complejidad, su educación y cultura antropológica no es homogénea. Los inmigrantes andinos que llegan hasta aquí poco tienen que ver con los argentinos, venezolanos o brasileños. Los marroquíes comparten la religión y poco más con los senegaleses, mauritanos o angoleños. Los polacos, rumanos y búlgaros también se mantienen alejados en muchos aspectos aunque sus prismas europeos nos recuerden a nosotros hace 30 años. Unos tienen "derecho" a entrar y otros no. Otros tienen que entrar con el pecado original ya dado. Con la cabeza gacha. Pidiendo perdón y permiso por todo. Estando de prestados en este país que acoge. Alejados de sus verdaderos deseos. Alejados de sus verdaderas identidades.
Seguramente, las dos apreciaciones sean ciertas y falsas al mismo tiempo. Aquellos que tanto odian al inmigrante, le tienen trabajando en su chalet de Aravaca, sin contrato, sin papeles y por 3 euros a la hora. El inmigrante-delincuente que atemoriza a nuestros hijos por las noches y se los quiere comer crudos tampoco se corresponde con el perfil medio de los que llegan a España (y más teniendo en cuenta que este es un país de ladrones presumidos y amantes de la economía sumergida). El idílico inmigrante que llega a luchar por una oportunidad en la vida, abraza a los pajarillos a su paso y es un ejemplo de humildad cristiana, también patina por todos lados. Un común denominador del inmigrante es que busca el bien para sí y para los suyos; que le importa (casi) un bledo el país al que va. Pero, ¿acaso nosotros no nos comportamos igual en nuestra vida diaria? ¿Acaso pagaríamos impuestos de manera voluntaria para contribuir a la gloria de esto que llamamos España? Claro que a nosotros nos importa nuestro país un poco más pero ni por asomo es comparable con lo que nos importamos a nosotros mismos. Incluso el vecino es un enemigo a batir.
Concluyo que no hay grandes diferencias estructurales entre realidades y deseos del español-víctima y el inmigrante-verdugo. Todos persiguen fines similares y guardan estrategias muy parecidas. Todos nacen a imagen y semejanza del sistema económico y social que se ha apoderado cada vez más de la especie humana. Todos "sufrimos" el sitio en el que estamos. Yo no soy rico ni tengo la vida fácil por el solo hecho de ser español (es más, por ser licenciado, de letras y votar a IU soy mucho menos que el común de los españoles). Las mismas armas que les matan en sus países de origen son las que ellos van a utilizar para matar aquí, si se diese el caso. Y los pocos que sean capaces de ver otra realidad, de aprender de los demás, de mezclarse, de aprovechar lo que traen los nuevos vientos, que lo hagan. Que se sientan afortunados de poder ver por encima de las cabezas de los demás. Ahora os toca hablar a vosotros.

1 comentario:

La KSB dijo...

Hablemos, leamos pero -sobre todo- escribamos... Que el Valle se haga barbitúrico